La Libertad
«Tallado (jarut) en las piedras»;
no lo pronuncie «tallado» (jarut), sino más bien «libertad» (jerut),
para demostrar que ellos son liberados del ángel de la muerte.
(Midrash Shmot Raba, 41)
Estas palabras necesitan ser esclarecidas, porque ¿cómo se relaciona la cuestión de la recepción de la Torá con la liberación del hombre de la muerte? Además, una vez que alcanzaron un cuerpo eterno que no puede morir, gracias a la recepción de la Torá, ¿cómo llegaron a perderlo nuevamente? ¿Puede lo eterno llegar a desaparecer?
El libre albedrío
Para poder entender el significado sublime: «libertad del ángel de la muerte «, primero debemos comprender el concepto, tal como normalmente lo entiende la humanidad.
Desde un punto de vista general, consideramos que la libertad es una ley natural, que se aplica a todo lo que está vivo. Así podemos ver que los animales que caen en cautiverio mueren cuando se les niega la libertad. Y es un testimonio verdadero que la providencia no acepta la esclavitud de ninguna criatura. No en vano la humanidad ha luchado durante los siglos pasados para lograr cierta cantidad de libertad para el individuo.
Aun así el concepto expresado en la palabra «libertad» no queda claro. Y si profundizamos en el corazón de la palabra misma, no quedará casi nada. Esto se debe a que antes de ir tras ella, se debe asumir que este atributo que llamamos “libertad” es poseído por todo individuo intrínsecamente. O sea que puede actuar según su propio libre albedrío.
El placer y el dolor
Sin embargo, cuando examinamos los actos de un individuo, encontramos que sus acciones le han sido impuestas y que ha sido obligado a actuar sin posibilidad de libertad de elección. En cierto modo, se parece a un guisado que se cocina sobre una estufa; no tiene ninguna elección aparte de cocinarse. La providencia ha apresado la vida con dos cadenas: el placer y el dolor.
Todas las criaturas vivientes carecen de libre albedrío como para elegir el dolor o rechazar el placer. Y la única ventaja que el hombre posee sobre los animales, es que puede hacer proyectos a largo plazo. Es decir, que puede aceptar una cierta cantidad de dolor a cambio de la esperanza de algún beneficio o placer futuro, a ser adquirido luego de cierto tiempo.
Pero de hecho no existe aquí más que un cálculo aparentemente comercial. Es decir que el beneficio o placer futuro será más grande que el dolor o la agonía que se ha accedido a asumir en el presente. Se trata sólo de un asunto de sustracción. Se sustrae el dolor del placer esperado, y como resultado queda aún una cierta cantidad de placer excedente.
Es así que sólo se busca el placer. Y a veces sucede que uno sufre porque finalmente no encontró el placer esperado del resultado de dicho cálculo, y se encuentra en déficit, puesto que el sufrimiento fue mayor que el placer obtenido. Todo esto se realiza al modo de los comerciantes.
Y estando todo dicho y hecho, no existe diferencia alguna entre el hombre y el animal. Y si éste es el caso, no existe libre albedrío alguno, sino meramente una fuerza de atracción que lleva hacia cualquier fuente de placer y que rechaza las circunstancias dolorosas. Y la Providencia los conduce a cada lugar que elige por medio de estas dos fuerzas, sin pedirles su opinión sobre el asunto.
Incluso la determinación del tipo de placer o beneficio se encuentra absolutamente fuera del alcance del libre albedrío de uno. Por el contrario, obedece al deseo de otros. Por ejemplo: me siento, me visto, hablo, como. No hago todo esto porque quiera sentarme de tal forma, o conversar de tal otra; o vestirme así, o comer así. Lo hago porque otros quieren que me siente, me vista, hable y coma de esa forma. Todo se realiza de conformidad con los deseos de la sociedad, y no de mi libre albedrío.
Además, en la mayoría de los casos incluso hago estas cosas contra mi voluntad, puesto que me sentiría más cómodo comportándome de una manera sencilla y sin llevar un yugo. Pero en cada movimiento estoy encadenado a los gustos y modos de los demás que constituyen la sociedad.
Entonces díganme dónde está mi libre albedrío. Por otra parte si asumimos que la voluntad carece de libertad, entonces somos todos como máquinas que operan y crean por medio de fuerzas externas, que las obligan a actuar de tal manera. Eso significa que estamos encarcelados en la prisión de la providencia, la cual usando estas dos cadenas, placer y dolor, nos empuja y nos jala según su voluntad a donde sea que considere conveniente.
Entonces resulta que al parecer no existe tal cosa en el mundo como el egoísmo, ya que nadie es verdaderamente libre ni actúa por cuenta propia; y no soy yo dueño de mis actos; y no los llevo a cabo porque los quiera ejecutar, sino porque estoy siendo operado forzosamente, sin participación alguna de mi propio parecer. Por lo tanto el castigo y la recompensa desaparecen.
Y esto es bastante extraño no sólo para el ortodoxo que cree en Su providencia, y que confía en Él sabiendo que cada uno de Sus actos está dirigido exclusivamente para hacer el mayor bien. Es aún más extraño para aquéllos que creen en la naturaleza, ya que según lo antedicho, estamos todos encarcelados por las cadenas de la naturaleza ciega; sin conocimiento ni responsabilidad algunos. ¿Y acaso nosotros, que somos la especie elegida, cuya mente y conocimiento nos distinguen, nos habremos convertido en un mero juguete en manos de la naturaleza ciega que nos extravía quién sabe adónde?
La ley de causalidad
Vale la pena tomarse un momento para comprender algo tan importante. Es decir, observar cómo existimos en el mundo en términos de «egoísmo», ya que todos y cada uno de nosotros nos consideramos como seres únicos, actuando por cuenta propia, independiente de fuerzas exteriores, ajenas y desconocidas. ¿Y de qué manera se nos revela este estado de egoísmo?
Es un hecho que existe una conexión general entre todas las piezas de la realidad que se encuentran bajo la ley de causalidad a modo de causa y efecto. Y al igual que el todo, así también cada una de las piezas en sí mismas. O sea que todas las criaturas de este mundo, comprendiendo los cuatro reinos: inanimado, vegetativo, animado y hablante, están sujetas a la ley de causalidad por la vía de causa y efecto.
Más aún, cada forma particular de comportamiento, al cual se aferra alguna criatura de este mundo, es impulsada por causas ancestrales que la fuerzan a asumir un determinado cambio de comportamiento, y no otro. Y esto resulta evidente para todo aquél que analice los comportamientos de la naturaleza desde un punto de vista puramente científico y sin prejuicios. En verdad debemos analizarlo para permitirnos poder examinarlo desde todos los ángulos.
Cuatro factores
Se debe tener presente que cada nuevo estado que aparece en los seres de este mundo, debe ser entendido no como “existencia que surge de la ausencia”, sino como “existencia que surge de la existencia”. O sea, de una entidad real que ha sido despojada de su forma anterior para asumir su forma actual.
Por lo tanto debemos entender que en cada surgimiento de este mundo existen cuatro factores; y que de estos cuatro factores juntos surge ese nuevo estado. Estos son:
- La base.
- La relación de causa y efecto. Esto está relacionado con el atributo mismo de la base, la cual permanece inalterada.
- La relación causa-efecto interna, que cambia como consecuencia del contacto con fuerzas externas.
- La causa y efecto de fuerzas ajenas, que actúan sobre ella desde afuera.
Y los aclararé uno por uno:
El primer factor: La base, la materia prima
- La «base», es decir, la materia prima. Está relacionada con el mismo ser, pues «no hay nada nuevo bajo el sol»; y cualquier acontecimiento que ocurra en nuestro mundo, no es “existencia que surge de la ausencia”, sino más bien “existencia que surge de la existencia”. Es una entidad que se ha despojado de su forma anterior y que ha tomado otra diferente. Y esta entidad es la que llamamos «base». En ella radica la fuerza destinada a ser revelada y determinada al final de la formación de ese nuevo estado o surgimiento. Por lo tanto, es por cierto considerada su causa principal.
El segundo factor: La relación causa-efecto que resulta de sí mismo
- Es una relación de causa-efecto que está relacionada con el propio atributo de la base, que no cambia. Tomen, por ejemplo, una espiga de trigo que se descompone en la tierra y como consecuencia de lo cual brotarán muchas espigas más. Así, esa fase de descomposición es lo que consideramos la «base». Es decir, que la esencia del trigo se ha despojado de su antigua forma, que es la forma del trigo, y ha tomado la forma del trigo descompuesto, que es la semilla que llamamos «base», y que ahora carece de forma alguna. Ahora, después de haberse descompuesto en la tierra se ha vuelto apta de vestirse en otra forma, que es la forma de muchas espigas de trigo, destinadas a crecer a partir de esa base que es la semilla.
Y es bien conocido por todos que esta base no está destinada a convertirse ni en cebada ni en avena, sino que sólo puede ser comparada con su antigua forma, de la cual se ha despojado: un mero tallo de trigo. Y si bien es cierto que ha cambiado en cierto grado, tanto en calidad como en cantidad, puesto que en la forma anterior había solamente un tallo y ahora hay diez o veinte, en cuanto al gusto y al aspecto la esencia de la forma del trigo permanece inalterada.
Así, vemos que existe una relación de “causa y efecto” atribuida al propio atributo de la base, la cual nunca cambia. Pues jamás surgirá cebada de una espiga de trigo, como ya hemos mencionado. Esto representa el segundo factor.
El tercer factor: La relación interna de causa y efecto
- Es la consecuencia de la relación interna de “causa y efecto” de la base la que cambia al entrar en contacto con fuerzas externas a su ambiente. Es decir, que vemos que a partir de una semilla de trigo, que se descompone en la tierra, crecen muchas espigas, a veces incluso más grandes y mejores que la que era antes de la siembra.
Por consiguiente debe haber factores adicionales implicados, que han colaborado con la fuerza oculta del ambiente, es decir, la «base». Y gracias a esto, las añadiduras en calidad y en cantidad que estaban ausentes en la forma anterior del trigo, ahora se han manifestado. Estos factores son los minerales y los materiales de la tierra, la lluvia y el sol. Todos ellos operan prestando sus fuerzas y participando con la fuerza de la base misma. Y conjuntamente con la relación de “causa y efecto”, han mejorado tanto la cantidad como la calidad en ese siguiente estado.
Debemos entender que este tercer factor se une al proceso interno de la base, pues es la fuerza oculta en ésta la que controla. Que al final de cuentas todos estos cambios pertenecen al trigo y no a alguna otra planta. Por lo tanto los definimos como factores internos. Sin embargo se diferencian en todo sentido del inmutable segundo factor, pues este tercer factor cambia tanto en calidad como en cantidad.
El cuarto factor: La relación causa-efecto a través de fuerzas ajenas
Es la relación de “causa y efecto” a través de factores ajenos que actúan sobre la base desde afuera. Esto significa que no se trata de factores que tengan una relación directa con el trigo, tales como los minerales, la lluvia y el sol; sino que son factores ajenos a él, tales como las plantas cercanas; o acontecimientos externos como el granizo, el viento, etc.
Y pueden ver que esos cuatro factores se combinan en el trigo a lo largo de todo su crecimiento. Y en cada situación particular por la que el trigo pasa en el transcurso de ese período, está condicionado por estos cuatro factores. La calidad y la cantidad de cada estado son determinadas por ellos. Y tal como lo hemos descrito para el trigo, esta regla se aplica a toda aparición o cambio de estado en el mundo; incluso a los pensamientos e ideas.
Si por ejemplo nos imaginamos un estado conceptual cualquiera en un cierto individuo, tal como un determinado estado de religiosidad en alguna persona, o un ultra-ortodoxo, o menos ortodoxo, o intermedio; entenderemos que ese estado existe y ha sido determinado en el hombre a través de los cuatro factores explicados.
Posesiones hereditarias
El primer factor es la «base», que es la primera sustancia; pues el hombre es creado a modo de “existencia a partir de la existencia”, es decir de las mentes de sus progenitores. Resulta, por lo tanto, que hasta cierto punto es como copiar de un libro a otro. Es decir, que casi todas las cuestiones que eran aceptadas y que habían sido alcanzadas por sus antepasados, han sido copiadas en él.
Pero la diferencia está en que se encuentra en una forma abstracta. Muy parecida a la del trigo que fue sembrado y que es considerado aún una semilla hasta que se haya descompuesto y se haya despojado de su forma previa. Ocurre lo mismo con la gota de semen, de la cual nace el hombre. No existe en ella nada de las formas de sus antepasados, sino únicamente fuerza abstracta.
Pues las mismas ideas que eran conceptos en sus antepasados, se han convertido en meras tendencias en él, llamadas instintos o hábitos, que lo impulsan a actuar incluso sin saber por qué. Y son, en efecto, fuerzas ocultas que ha heredado de sus antepasados. De modo que no sólo se nos transmiten, a modo de herencia de nuestros antepasados, los bienes materiales; sino que las posesiones espirituales y todos los conceptos que nuestros padres habían abordado, también llegan a nosotros a modo de herencia de generación a generación.
Y de aquí surgen varias tendencias que encontramos en la gente: una tendencia a creer o una a criticar; una tendencia a conformarse con una vida material, o un deseo en pos de ideales; o despreciando una vida de conformismo; o siendo tacaño, o condescendiente, o insolente, o tímido.
Pues todas estas tendencias que aparecen en la gente no han sido adquiridas por ellas, sino que más bien son la herencia que sus antepasados les han legado. Es sabido que en la mente humana existe un lugar particular en donde residen estas tendencias. Se llama «médula oblongata» (cerebro alargado) o subconsciente; y todas las tendencias se encuentran allí.
Pero debido a que los conceptos de nuestros antepasados, fruto de sus experiencias, se han convertido en nosotros en simples tendencias, se considera que es igual al trigo sembrado que se ha despojado de su forma anterior y que ha quedado desnudo, pero poseyendo fuerzas potenciales que habrán de adquirir formas nuevas. Y en nuestro caso estas tendencias están destinadas a asumir la forma de ideas, que por lo tanto son consideradas la primera sustancia. Y este es el primer factor, llamado “base”. En ella residen todas las fuerzas de las tendencias particulares que el hombre ha heredado de sus progenitores, y que definimos como “herencia ancestral”.
Debe ser tomado en cuenta que algunas de estas tendencias se manifiestan de forma negativa; es decir, opuestas a aquéllas que se encontraban en los antepasados. Es por eso que se ha dicho: «Todo lo que está oculto en el corazón del padre, se hace evidente en el hijo».
La razón para esto es que la «base» se despoja de su forma anterior para revestirse en una nueva. Por lo tanto es similar a rechazar las formas de los conceptos de sus antepasados, como el trigo que se descompone en la tierra y pierde enteramente la forma del grano. Sin embargo, todavía depende de los otros tres factores.
La influencia del entorno
El segundo factor es el efecto directo de la relación de “causa y efecto” relacionada con el atributo mismo de la base, que no cambia. Esto quiere decir, como lo hemos explicado con el trigo que se descompone en la tierra, que el entorno en el cual descansa la base, tales como el suelo, los minerales y la lluvia, el aire y el sol; actúa sobre la siembra, como ya lo hemos dicho, a través de una larga cadena de causa y efecto por medio de un proceso largo y progresivo, paso a paso, hasta que madura.
Y la base ha vuelto a tomar su forma anterior; es decir, la forma del trigo, pero con una calidad y cantidad diferentes. Y su aspecto general permanece completamente inalterado, pues no crecerán de ella ni cebada ni avena. Cambian en cuanto a su aspecto particular en cantidad, pues de una espiga salen una docena o dos docenas de espigas; y cambian en cuanto a su calidad, que es mejor o peor que la forma anterior del trigo.
Ocurre lo mismo aquí, pues el hombre, como una «base», es colocado en el entorno; o sea, en la sociedad. Y está forzado a ser influido por ella, al igual que el trigo por su ambiente, pues la base no es más que una forma en bruto. Así, a través del contacto con su entorno y con el ambiente, absorbe las impresiones de los demás a través de un proceso gradual, o través de una cadena de situaciones; una por una, como una relación de causa y efecto.
En ese momento las tendencias incluidas en su base toman la forma de conceptos. Si por ejemplo el individuo hereda de sus ancestros una tendencia a la tacañería, entonces cuando crezca construirá conceptos e ideas que lo predispondrán a ser tacaño y a ver las ventajas en ello. Así, aunque su padre hubiera sido generoso, él podría heredar de él la tendencia negativa; o sea, la tacañería, pues lo ausente es tan hereditario como la presente.
O si uno hereda de sus ancestros una tendencia a ser de mente abierta, construirá para sí mismo ideas de las que derivará conclusiones que confirmen que es bueno ser así. ¿Pero de dónde provienen todas esas conclusiones y razones? Uno las toma de su entorno, inconscientemente, ya que éste implanta sus opiniones y gustos en él mediante un desarrollo progresivo de relación causa y efecto.
Y todo esto se realiza de tal suerte que el hombre las considera como propias; como si las hubiera adquirido a través de su libertad de pensamiento. Aquí también, al igual que con el grano del trigo, existe una parte inmutable de la base, que corresponde a las tendencias heredadas que permanecerán inalteradas respecto de las de sus ancestros.
Éste es el segundo factor.
EL hábito se vuelve segunda naturaleza
El tercer factor es el resultado directo de la ley de causa y efecto, por la cual atraviesa la base hasta alterarse. Pues debido a que, gracias al entorno, las tendencias heredadas en el hombre se han convertido en conceptos, vemos que aquéllas trabajan en la dirección que estos conceptos definen. Por ejemplo, un hombre de naturaleza tacaña, cuya tendencia se ha convertido en un concepto a través de la sociedad, podrá ahora comprender la tacañería desde un punto de vista razonable.
Supongamos que este comportamiento le sirve de mecanismo de defensa, para evitar depender de otros. Vemos que esta persona se encuentra en una escala de tacañería; y si desapareciera ese temor del cual se está defendiendo, podría abandonar este rasgo por algún tiempo. Así resulta que habría cambiado para bien respecto de la tendencia original que había heredado de sus antepasados. A veces uno incluso logra extirpar totalmente una mala tendencia. Esto se obtiene a través del hábito, que puede llegar a convertirse en una segunda naturaleza.
En cuanto a esto, la fuerza del hombre es mayor que la de una planta, ya que el grano de trigo no puede cambiar más que en su parte interna; mientras que el hombre posee la facultad de cambiar a través del poder de la relación de causa y efecto del entorno, incluso en las partes generales. Esto quiere decir extirpar totalmente una tendencia y volcarse a la opuesta.
Factores externos
El cuarto factor es el comportamiento de la ley de causa y efecto que afecta la base por medio de fuerzas que son completamente ajenas a ella, y que actúan sobre ella desde afuera. Es decir, que estas fuerzas no están relacionadas con el proceso de crecimiento de la base, actuando directamente sobre ella; sino que en cambio operan sobre ella indirectamente. Por ejemplo: los problemas económicos, la dura carga de la vida diaria, los vientos, etc., que en sí mismos desencadenan un completo, lento y gradual orden de situaciones a través de la ley de causa y efecto, que transforman los conceptos del hombre para bien o para mal.
Así pues, he presentado los cuatro factores naturales de los cuales cada uno de los pensamientos e ideas que vienen a nuestras mentes son sus productos. Y aunque el hombre se sentara a meditar el día entero, no sería capaz de agregar o de cambiar nada a lo que esos cuatro factores le proporcionan. Cualquier adición que pueda realizar, será en cantidad: ya se trate de una inteligencia mayor o de una menor, no podrá agregar lo más mínimo en cuanto a la calidad. Esto se debe a que estos factores determinan en nosotros el tipo y forma de la idea y de la conclusión de una manera contundente. Así, pues, estamos en manos de estos cuatro factores, como la arcilla en las manos de un alfarero.
Libre albedrío
Sin embargo, cuando examinamos estos cuatro factores, encontramos que aunque nuestra fuerza no alcance para enfrentar el primer factor, que es la «base», aún disponemos de la capacidad y del libre albedrío para protegernos de los otros tres factores mediante los cuales la base cambia en sus partes individuales. A veces también cambia en su parte general por medio del hábito, que lo dota de una segunda naturaleza.
El ambiente como un factor
Esa protección implica que siempre podemos agregar algo al elegir nuestro entorno, que está comprendido por los amigos, los libros, los maestros, etcétera. Al igual que una persona que ha heredado de su padre unas pocas espigas de trigo; que puede hacer crecer, a partir de esta pequeña cantidad, docenas de espigas por medio de su elección del ambiente adecuado para su «base», que sería la tierra fértil, con todos los minerales necesarios y los recursos necesarios y materias primas para nutrirla de manera abundante.
Existe también la cuestión del trabajo de mejorar las condiciones ambientales para satisfacer las necesidades de la planta y de su crecimiento, pues el sabio hará bien en elegir las mejores condiciones, y encontrará bendición en su trabajo. En cambio el necio tomará lo que sea que encuentre ante sí, y así hará de su siembra una maldición, en lugar de una bendición.
Así, todo su mérito y su espíritu dependen de la elección del ambiente en el cual sembrar el trigo. Pero una vez que ha sido sembrado en el lugar elegido, su forma entera estará determinada por la medida de lo que el ambiente pueda proveerle.
Tal es el caso con el tema en cuestión, pues es cierto que la voluntad no es libre, sino que está marcada por los cuatro factores anteriores. Y uno se ve forzado a pensar y a examinar como ellos sugieren, desprovisto de cualquier posibilidad de escrutinio o de cambio, al igual que el grano de trigo en su ambiente.
Sin embargo existe libre albedrío para elegir, al principio, un entorno que le provea buenos conceptos: libros y otras guías de este tipo. Y si uno no lo hace, y en cambio prefiere introducirse en cualquier ambiente y leer cualquier libro que caiga en sus manos, estará sujeto a caer en un mal ambiente, o a desperdiciar su tiempo en libros inútiles, que son abundantes y más fáciles de encontrar, y que lo obligan a incurrir en concepciones desviadas que lo llevarán a pecar y a condenar. Ciertamente será castigado; no debido a sus pensamientos y acciones malvados, respecto de los cuales no tiene elección alguna, sino porque no escogió el ambiente adecuado, ya que como hemos visto, en eso definitivamente existe una elección.
Por lo tanto, quien se continuamente esfuerza en escoger un ambiente mejor, es digno de alabanza y de recompensa. Pero también aquí, no debido a sus buenas acciones o pensamientos, los cuales se manifiestan en él sin que los elija, sino por su esfuerzo de conseguir un buen ambiente que le brinde estos pensamientos y acciones buenos. Como el Rabí Yehoshua Ben Perajia dijo: «Hazte de un maestro y cómprate un amigo».
El deber de elegir un buen ambiente
Ahora se pueden comprender las palabras de Rabí Yosi Ben Kisma (Avot 86), quien en respuesta a una oferta de mudarse a otra ciudad, pagándosele por ello miles de monedas de oro, contestó: «Aunque me diera todo el oro y la plata, y todas las joyas del mundo, viviré sólo en un lugar de Torá».
Estas palabras suenan demasiado sublimes para nuestra mentes simples, pues ¿cómo puede ser que haya renunciado a miles de monedas de oro por algo tan trivial como vivir en una lugar donde no haya discípulos de la Torá, cuando él mismo era un gran sabio que no necesitaba aprender de nadie? ¡De verdad, un gran misterio!
Pero, como hemos visto, es algo sencillo que debe ser observado por todos y cada uno de nosotros. Pues aunque cada uno posea «su propia base», las fuerzas no se revelan abiertamente, sino a través del ambiente en el cual uno se encuentra. Ocurre lo mismo con el trigo sembrado en la tierra, cuyas fuerzas no se manifiestan, sino a través del ambiente, que está comprendido por la tierra, la lluvia y la luz del sol.
De este modo el Rabí Yosi Ben Kisma asumió correctamente que si abandonaba el buen ambiente que había elegido e iba a parar a un ambiente dañino, es decir, a un lugar sin discípulos de la Torá, no solamente se verían comprometidos sus conceptos previos, sino que todas las demás fuerzas ocultas en su base, que aún no había revelado en acción, permanecerían ocultas. Esto se debe a que no estarían circunscriptas al ambiente adecuado que las pudiera activar.
Y como lo hemos explicado antes, sólo en lo referente a la elección del ambiente se mide el control que un hombre tiene sobre sí mismo, y por esto se hace digno de alabanza o de castigo. Por eso uno no debería sorprenderse al ver a un hombre sabio como el Rabí Yosi Ben Kisma elegir el bien y rechazar el mal; y por no haberse tentado con cosas materiales y corporales, como se deduce aquí: «Cuando uno muere no se lleva consigo plata u oro, o joyas, sino sólo las buenas acciones y la Torá». Y entonces nuestros sabios nos advirtieron: «Hazte de un maestro y cómprate un amigo», así como elegir los libros adecuados, como ya ha sido mencionado. Pues sólo por esto puede uno ser reprendido o elogiado. O sea, por la elección del entorno. Pero una vez que ha elegido ese entorno, está en sus manos como la arcilla en las manos del alfarero.
El control de la mente sobre el Cuerpo
Algunos sabios hombres contemporáneos, luego de haber meditado sobre el tema anterior, y viendo cómo la mente del hombre no es más que el fruto que crece a partir de los acontecimientos de la vida, concluyeron que el cerebro no posee control alguno sobre el cuerpo, sino que son solamente los acontecimientos de la vida, grabados en la corteza del cerebro, los que controlan y activan al hombre. Y la mente de un hombre se asemeja a un espejo que refleja las formas que están delante de sí, pues aunque el espejo sea el portador de estas formas, no puede activarlas ni moverlas.
Lo mismo ocurre con la mente. Aunque ésta pueda observar y reconocer los acontecimientos de la vida en todos sus niveles de causa y efecto, en última instancia sigue siendo incapaz de controlar al cuerpo para ponerlo en movimiento Es decir, acercarlo más al bien o alejarlo más del mal, porque lo espiritual y lo físico están completamente alejados uno del otro. Y no puede existir ningún instrumento intermediario entre ellos para permitir a la mente activar al cuerpo y actuar sobre él, como lo hemos explicado en profundidad.
Pero allí donde ellos aciertan, también yerran. Porque la imaginación del hombre le sirve como el microscopio sirve al ojo, sin el cual no podría observar ninguna cosa dañina debido a su minúsculo tamaño. Pero en cuanto ha observado el factor dañino a través del microscopio, se distancia del mismo.
Resulta que es el microscopio el que lleva al hombre a distanciarse del elemento dañino, y no el sentido en sí mismo, pues el sentido no lo había detectado en un principio. Y en ese grado el cerebro controla totalmente el cuerpo del hombre para distanciarlo del mal y acercarlo al bien. Esto quiere decir que en todos aquellos campos en los cuales el atributo del cuerpo falla en reconocer al factor como benéfico o como dañino, allí necesita del ingenio de la mente.
Además, ya que el hombre conoce su mente, que es un resultado verdadero de las experiencias de la vida, puede tomar la inteligencia y el conocimiento de una persona de confianza, y aceptarlos como una ley, aunque los acontecimientos de su vida aún no le hayan revelado estos conceptos. Ocurre lo mismo con la persona que pide consejo a un médico, y que le obedece aun cuando no entienda nada con su propia mente. De este modo uno usa la mente de otros tanto como usa la suya propia.
Como lo hemos aclarado antes, existen dos caminos a través de los cuales la providencia se asegura de que el hombre llegue a ese objetivo resuelto. Estos son:
- El camino del sufrimiento
- El camino de Torá
Toda la claridad en el camino de la Torá se deriva de eso. Pues respecto de estos claros conceptos que fueron revelados y reconocidos luego de una larga cadena de acontecimientos en las vidas de los profetas y de otros hombres de Dios, finalmente llega un hombre que los utiliza plenamente y se beneficia de ellos como si estos conceptos provinieran de los acontecimientos de su propia vida. Así, puede verse que uno se libera de todas las dificultades que debe experimentar antes de poder desarrollar esa mente clara por sí mismo. De este modo se ahorra tiempo y sufrimiento.
Esto puede compararse con un hombre enfermo que no desea obedecer las órdenes del médico sin antes entender cómo aquel tratamiento lo podría curar, y comienza a estudiar medicina. Podría morir por su enfermedad antes de llegar a entender la sabiduría de la medicina.
Así es el camino del sufrimiento, en oposición al camino de la Torá. Pues quien no cree en los conceptos que la Torá y las profecías le aconsejan adoptar sin entendimiento previo, deberá alcanzarlos por sí mismo. Es decir, sólo siguiendo la cadena de causa y efecto ligada a los acontecimientos de su vida, que son experiencias que aceleran el proceso y capaces de desarrollar el sentido del conocimiento del mal en sí mismo, como lo hemos visto, y sin pedirle su opinión, pero porque se esfuerza en conseguir un ambiente bueno que lo llevará a reconocer esos buenos pensamientos y acciones.
La libertad del individuo
Ahora hemos llegado a un entendimiento minucioso de la libertad del individuo. Sin embargo, esto se relaciona solamente con el primer factor, que es la «base», la materia prima de cada hombre. Es decir, todas las características que heredamos de nuestros antepasados, y por las que nos diferenciamos unos de otros.
Porque incluso cuando miles de personas compartan el mismo ambiente, de tal modo que los otros tres factores actúen igualmente sobre ellas, no se encontrarán a dos personas que compartan el mismo atributo. Esto se debe a que cada una de ellas tiene su propia «base», que es única. Ocurre lo mismo que con la base del trigo, pues aunque éste cambie mucho por el poder de los tres factores restantes, aun así conservará la forma preliminar del trigo, y jamás adoptará otra forma.
La forma general del progenitor jamás se pierde
Así es que cada «base» que se había despojado de la forma preliminar del progenitor, y que había adoptado una forma nueva como consecuencia de los tres factores que le habían sido agregados, y como consecuencia de lo cual había cambiado sustancialmente, aún conserva la forma general del progenitor y jamás adoptará la forma de otra persona que se le parezca, de mismo modo que la avena nunca se parecerá al trigo.
Así, todas y cada una de las bases son, en sí mismas, una larga cadena que comprende varios cientos de generaciones. Y la base incluye las ideas de todas ellas. Pero éstas no se revelan en uno de la misma manera en que lo hicieron en sus ancestros, que es en la forma de ideas; sino sólo como formas abstractas. Por lo tanto existen en uno bajo la forma de fuerzas abstractas, llamadas «tendencias» «e «instintos», sin que uno conozca la razón o el porqué de cada cosa que hace. Así, nunca pueden existir dos personas con el mismo atributo.
La necesidad de preservar la libertad del individuo
Se debe saber que ésta es la única posesión verdadera del individuo, que no debe ser dañada o alterada. Pues finalmente estas tendencias que existen en la base se materializarán y adoptarán la forma de ideas cuando ese individuo crezca y alcance una mente propia, como resultado de la ley de evolución que controla esa cadena y la empuja siempre hacia adelante. También aprenderemos que todas y cada una de las tendencias están destinadas a convertirse en conceptos sublimes de inmensurable valor.
Resulta que quien erradica alguna tendencia de algún individuo, y la desarraiga, ocasiona la pérdida para el mundo de aquel sublime y maravilloso concepto destinado a materializarse al final de esa cadena. La razón para esto es que esa tendencia jamás volverá a existir en ningún otro cuerpo, excepto ese cuerpo particular.
De este modo entendemos que cuando una tendencia particular adopta la forma de un concepto, deja de ser posible distinguirla como buena o mala. En cambio, tales distinciones sólo pueden existir cuando son todavía tendencias o conceptos inmaduros; y de ningún modo puede reconocerse esto cuando adoptan la forma de verdaderos conceptos.
De lo anterior aprendemos cuan grave es el error que infligen aquellas naciones que fuerzan su reinado sobre minorías, privándolas de libertad, de la capacidad de vivir sus vidas por medio de las tendencias que han heredado de sus antepasados. Ellas son consideradas no menos que como asesinas.
Incluso aquéllos que no creen en la religión ni en la providencia, pueden comprender el deber de conservar la libertad del individuo, observando los sistemas de naturaleza. Pues podemos ver que cada nación que alguna vez cayó, llegó a ello a causa de la opresión de las minorías y de los individuos, que por tal motivo se rebelaron contra ella y ocasionaron su ruina. Por lo tanto queda claro que la paz no puede existir en el mundo si no tomamos en consideración la libertad del individuo. Sin ésta, la paz jamás podrá llegar a ser, y la ruina prevalecerá.
De este modo hemos definido la esencia del individuo con exactitud extrema, después de la deducción de todo lo que él absorbe del público general. Pero ahora nos enfrentamos con la siguiente pregunta: ¿Dónde se encuentra el individuo en sí mismo, después de todo? Pues todo lo que hemos dicho hasta ahora es tomado como la característica del individuo, heredada de sus antepasados. Pero, ¿dónde está el individuo en sí mismo? ¿Dónde está aquél que es el heredero, y que exige que protejamos su propiedad?
Pero de todo lo que ha sido dicho hasta ahora, aún no hemos encontrado el punto del ego, o el «yo» en el hombre, que lo posicionaría ante nuestros ojos como una unidad independiente. Pero finalmente, ¿qué debo hacer con el primer factor, que es una larga cadena comprendida por miles de personas, una tras otra, de generación en generación, y que determinan la imagen en el individuo como a un heredero? Y ¿qué es lo que debo hacer con los otros tres factores, comprendidos por miles de personas puestas unas frente a otras en una generación? Lo esencial es que cada individuo es sólo una máquina pública esperando ser usada por los demás como éstos consideren oportuno. Es decir, que como resultado de todo lo anterior está sujeto a dos tipos de público:
- Desde la perspectiva del primer factor, y como resultado de éste, está sujeto a un público extenso de generaciones pasadas, sucediéndose unos tras otros.
- Desde la perspectiva de los otros tres factores, y como resultado de ellos, está sujeto a su generación contemporánea.
Y esto es, en verdad, una cuestión universal. Por eso hay muchos que se oponen al método anterior, natural; aunque reconocen su validez. Y a cambio adoptan métodos metafísicos, o dualistas, o trascendentalistas, para así crear para sí mismos alguna imagen de algún objeto espiritual, y cómo éste se asienta dentro del cuerpo o del alma. Y ésa es el alma que aprende y que maneja al cuerpo; y ésa es la esencia del hombre, su «yo».
Y quizás estas interpretaciones puedan aliviar la mente de uno; pero el problema es que no tienen ninguna solución científica en cuanto a cómo es posible que un objeto espiritual pueda tener algún tipo de contacto con átomos físicos, para así inducirlos a algún tipo de movimiento. Y su sabiduría no les ha ayudado a encontrar un puente para atravesar esa amplia y profunda grieta que se extiende entre la entidad espiritual y el átomo corporal. Así, vemos que la ciencia no ha ganado nada de todos estos métodos metafísicos.
El deseo de recibir – existencia a partir de la ausencia
Sólo necesitamos la sabiduría de la Cabalá para avanzar un paso hacia adelante de una manera científica, pues toda la sabiduría de los mundos está incluida en la sabiduría de la Cabalá. Aprendemos, en el tema de «las luces y vasijas espirituales», que la principal novedad desde el punto de vista de la Creación, donde Él ha creado existencia a partir de la ausencia, implica un único aspecto, definido como el «deseo de recibir». Todos los demás aspectos de la Creación entera, definitivamente no constituyen novedad alguna, ya que no son existencia a partir de la ausencia, sino existencia a partir de la existencia. Es decir, que son extraídos directamente de Su esencia, como la luz que se extiende del sol. Aquí tampoco existe nada nuevo, puesto que la sustancia del sol se extiende hacia afuera.
Pero el deseo de recibir, sin embargo, es absolutamente novedoso. Es decir, que antes de la Creación tal cosa no existía en realidad, porque Él no posee ningún aspecto del deseo de recibir, ya que Él precede a todo. Por tal motivo, ¿de quién podría Él recibir? Por lo tanto, ese deseo de recibir que Él extrajo como existencia a partir de la ausencia, es absolutamente nuevo. Pero todo el resto no tiene novedad alguna, como para ser considerado «creación». Así, todas las vasijas y los cuerpos, tanto de mundos espirituales como de físicos, son considerados sustancia material o espiritual, de una naturaleza de «desear recibir».
Dos fuerzas en el deseo de recibir: la fuerza de atracción y la fuerza de rechazo
Y es necesario ver más lejos, pues en esa fuerza, llamada el «deseo de recibir», distinguimos dos fuerzas más:
- La fuerza de atracción.
- La fuerza de rechazo.
Esto se debe a que cada cuerpo o vasija, definida por el deseo de recibir, realmente está limitado en cuanto a la calidad y la cantidad que recibirá. Por lo tanto, toda la cantidad y la calidad que están fuera de sus límites, parecen ir contra su naturaleza, y por lo tanto los rechaza. Así, aunque ese «deseo de recibir» sea considerado una fuerza de atracción, está determinado a convertirse también en una fuerza de rechazo.
Una única ley para todos los mundos
Aunque la sabiduría de la Cabalá no hace ninguna mención de nuestro mundo corpóreo, existe solamente una única ley para todos los mundos. Por lo tanto todas las entidades corpóreas de nuestro mundo, es decir, todo lo que hay dentro de ese espacio, sea inanimado, vegetativo, animado, espiritual o un objeto corpóreo; si queremos distinguir el aspecto único y propio de cada uno de ellos, cómo se distinguen el uno del otro hasta en la más pequeña de las partículas, se reduce meramente a un «deseo de recibir» que determina toda su forma particular, desde el punto de vista de la creación renovada, limitándola tanto en cantidad como en calidad, e induciendo la presencia de la fuerza de atracción y de la de rechazo.
Pero todo lo demás, aparte de esas dos fuerzas, es considerado la Abundancia de Su esencia. Y esta Abundancia es igual para todas las criaturas, puesto que no se le atribuye novedad alguna a través de la creación, siendo meramente una extensión de lo ya existente. Y no puede ser atribuida a ninguna unidad en particular, sino sólo a cosas que sean común a todas las partes de la creación, pequeña o grande. Cada una de éstas recibe esa abundancia según su deseo de recibir. Y de acuerdo con esta limitación se define cada individuo y cada unidad.
De este modo he probado, de una forma evidente y científica, el yo (ego) de todo individuo, a prueba de críticas desde todos los aspectos, incluso con respecto al sistema de los materialistas fanáticos automáticos. De ahora en adelante no necesitamos aquellos métodos tullidos, imbuidos en la metafísica.
Y desde luego no hace diferencia alguna que esta fuerza, que es el deseo de recibir, sea el resultado y fruto de la estructura que se había manifestado a través de la química, o que la estructura sea resultado y fruto de esa fuerza. Pues sabemos que lo principal es que sólo esta fuerza, impresa en cada ser y en cada átomo del «deseo de recibir» dentro de sus límites, es considerada la unidad, a partir de lo cual es separada de su entorno. Y esto es verdad tanto para un átomo solo como para un grupo de átomos, llamados un cuerpo.
Y todos los demás aspectos donde existe algún excedente de esa fuerza, no están relacionados de modo alguno con esa partícula o grupo de partículas, ya sea del aspecto de su «yo» o solamente en general, lo cual es la abundancia extendida a ellos de Dios. Esto es común para todas las partes de la Creación, sin distinguir ningún cuerpo creado en particular.
Ahora entenderemos el asunto de “la libertad del individuo» según la definición del primer factor, al que llamamos la «base», sobre la cual todas las generaciones anteriores, que son los antepasados de aquel individuo, han impreso su naturaleza. Y, como ya hemos aclarado, el significado de la palabra “individuo” significa meramente las fronteras del «deseo de recibir» impreso en su grupo de partículas.
Así, se puede ver que todas las tendencias que la persona ha heredado de sus antepasados son ciertamente nada más que las fronteras de su «deseo de recibir», ya sea del lado de la fuerza de atracción, o del lado de la fuerza del rechazo que está en él, y que aparece ante nosotros como tendencias para la tacañería o la generosidad; una tendencia a integrarse o a quedarse aislado, etc.
Por esto, aquéllos son realmente su «yo» (el ego) que está luchando por su existencia. Así, si erradicamos aunque sea una sola tendencia de un individuo particular, se considera como si estuviéramos amputando un órgano real de su esencia. Y esto también es considerado una pérdida real para la Creación entera, pues no hay ni habrá jamás ninguna otra como aquélla en el mundo entero.
Luego de haber clarificado a fondo el justo derecho del individuo según la ley natural, volteemos a mirar cuán práctica es ésta, sin comprometer la teoría de la ética y la diplomacia. Y lo más importante: cuán apropiadamente se aplica esto por nuestra santa Torá.
Seguir a la colectividad
Nuestras escrituras dicen: «Sigue a la colectividad». Esto significa que dondequiera que surja una discusión entre la colectividad y el individuo, estamos obligados a regirnos según la voluntad de la primera. Así, se puede ver que la colectividad posee un derecho de expropiar la libertad al individuo.
Pero aquí nos enfrentamos con una pregunta diferente; aún más seria que la primera, pues esta ley hace retroceder a la humanidad en vez de hacerla avanzar. Porque mientras que la mayor parte de humanidad se encuentra aún subdesarrollada, y los desarrollados son siempre apenas una pequeña minoría, resulta que si se siguiera la voluntad de la colectividad, compuesta por los subdesarrollados y por aquéllos de corazón precipitado, entonces las opiniones y los deseos de los sabios y desarrollados, que son siempre la minoría, nunca serán tenidos en cuenta. Así, pues, se estará sellando el destino de la humanidad a la regresión, ya que ésta no será capaz de dar ni un sólo paso hacia adelante.
Sin embargo, como dice en el ”Ensayo de La Paz» acerca de la » obligación de prudencia para con las leyes de la naturaleza», puesto que estamos ordenados por la Providencia a llevar una vida social, estamos obligados a observar todas las reglas que tratan acerca del mantenimiento de la sociedad. Y si subestimáramos su importancia aunque fuera en el más mínimo grado, la naturaleza se vengaría de nosotros, independientemente de nuestro entendimiento de la razón que subyace en la ley.
Y podemos ver que no existe ningún otro arreglo respecto de cómo vivir dentro de nuestra sociedad, sino a través de «Seguir a la mayoría», que pone orden a cada discusión y tribulación que surja en la sociedad. Así, esta ley es el único instrumento que provee un derecho de existir a la sociedad. Por lo tanto se considera uno de los preceptos naturales de la providencia, y debemos aceptarla y obedecerla meticulosamente, independientemente de nuestro entendimiento.
Es igual a todos los demás preceptos (Mitzvot) de la Torá que comprenden todos las leyes de la naturaleza y Su providencia, y que nos llegan de arriba hacia abajo. Y ya he descrito cómo toda la obstinación que observamos en el comportamiento de la naturaleza en este mundo, se debe sólo a que este comportamiento se extiende y es tomado de leyes y conductas de mundos espirituales superiores a éste.
Por lo tanto también puede entenderse que las Mitzvot en la Torá no son más que leyes y conductas puestas en mundos superiores, que son las raíces de todas las conductas de la naturaleza en este mundo. Así, las leyes de la Torá siempre corresponden con las leyes de la naturaleza en este mundo, cual dos gotas en un estanque. De este modo hemos demostrado que la ley de «Seguir a la mayoría» es la ley de la providencia y de la naturaleza.
Un camino de Torá y un camino de sufrimiento
La pregunta acerca del retroceso que se había producido como consecuencia de aquella ley, aún no está resuelta. Y ciertamente es nuestra preocupación encontrar un modo de reparar esto. Pero la providencia, en sí, no carece de nada a causa de esto, pues ya ha envuelto profundamente a la humanidad dentro dos caminos: el «Camino de la Torá» y el «Camino del Sufrimiento». De modo tal, que es una garantía del desarrollo continuo de la humanidad, y del progreso hacia el final, sin ninguna reserva. De verdad, obedecer esta ley es un compromiso natural y necesario.
El derecho de la colectividad de expropiar la libertad del individuo
Y debemos ir más allá al preguntar, pues las cosas se justifican cuando los asuntos giran en torno de los problemas entre dos personas. Entonces podemos aceptar la ley de «Seguir a la colectividad «, a través de la obligación de la providencia, que nos instruye a velar por el bienestar y la felicidad de mis amigos. Pero la ley de «Seguir a la colectividad» es válida para la Torá en asuntos que refieren a discusiones entre el hombre y Dios, aunque estos asuntos parezcan ser irrelevantes para la existencia de la sociedad.
Por lo tanto, la pregunta sigue en pie: ¿Cómo podemos justificar esa ley que nos obliga a aceptar la opinión de la colectividad, siendo ésta, como hemos dicho, subdesarrollada; y rechazar y anular la opinión de aquéllos más desarrollado, que son siempre una pequeña minoría?
Pero, como hemos mostrado, las Mitzvot y la Torá no fueron entregadas sino para purificar a Israel. Es decir, para desarrollar en nosotros el sentido de reconocimiento del mal, impreso en nosotros desde nuestro nacimiento, y que generalmente se define como nuestro amor propio. Y también fueron entregadas para alcanzar el bien en pureza, definido como «Amor al Prójimo», y que es el único camino hacia el amor de Dios.
Y los preceptos entre el hombre y Dios caen dentro de este criterio, pues son los instrumentos de la virtud que separan al hombre del amor propio, el cual es dañino para la sociedad. Por lo tanto queda en evidencia que los temas de discusión en cuanto a los preceptos entre el hombre y Dios, se relacionan con el problema del derecho a existir de la sociedad. Así, éstos también caen dentro del marco de «seguir a la colectividad».
Ahora podemos comprender el modo de discriminar entre la Halaja (ley judía) y la Aggadá (un tipo de literatura judía). Pues sólo en la Halaja existe la ley de «el individuo y la colectividad, siendo la Halaja la colectividad». Y esto no se da en la Aggadá, porque los asuntos de la ésta trascienden aquéllos que conciernen a la existencia de la sociedad. Esto se debe a que trata exactamente del tema de la conducta de la gente en asuntos relacionados con el hombre y con Dios, en ese mismo ámbito donde no hay punto de contacto con la existencia y la felicidad física de la sociedad.
Así, no existe justificación alguna para que la colectividad anule la opinión del individuo y «cada hombre hizo aquello que estaba bien a sus propios ojos». Mientras que, en cuanto a las Halajot (leyes rituales judías que tratan de algún asunto específico), que tratan de la observación de los preceptos de la Torá, todos caen bajo la supervisión de la sociedad, ya que no puede existir ningún orden, salvo a través de la ley de «seguir a la mayoría».
La sociedad debería seguir la ley de «Seguir a la colectividad»
Ahora hemos alcanzado una clara comprensión acerca de la sentencia de la libertad del individuo. Porque de veras surge la siguiente pregunta: ¿de dónde adquirió, la colectividad, el derecho de expropiar la libertad del individuo y negarle lo más preciado de la vida, que es la libertad? Aparentemente no existe aquí más que fuerza bruta.
Pero como claramente ya hemos explicado antes, es una ley natural y el decreto de la providencia que debido a que ésta nos fuerza a llevar una vida social, es obvio que cada persona está obligada a asegurar la existencia y el bienestar de la sociedad. Y esto no puede procurarse, sino imponiendo la conducta de «Seguir a la colectividad», e ignorando la opinión del individuo.
Así, puede verse que éste es el origen de cada derecho y cada justificación que la colectividad tiene para expropiar la libertad del individuo contra su voluntad, colocándolo bajo su autoridad. Por lo tanto se entiende que con respecto a todos aquellos asuntos que no conciernen a la existencia de la vida material de la sociedad, no existe justificación alguna para que la colectividad robe y abuse de la libertad del individuo en modo alguno. Y si lo hace, los responsables de ello serán ladrones que prefieren la fuerza bruta a cualquier derecho y justicia en el mundo, porque aquí no aplica la obligación del individuo respecto de obedecer la voluntad de la colectividad.
«Seguir a la colectividad» en el ámbito de la espiritualidad
Resulta que, en cuanto concierne a la vida espiritual, no existe obligación natural alguna para el individuo, de atenerse a la sociedad en modo alguno. Por el contrario, aquí aplica una ley natural sobre la colectividad, de someterse a la autoridad del individuo. Y esto está clarificado en el artículo de «La Paz», donde explica que hay dos caminos en los cuales la providencia nos ha envuelto y cercado, para traernos hasta el final a través de ellos. Éstos son:
- Un Camino de Sufrimiento, que nos impone ese desarrollo independientemente de nuestra opinión.
- Un Camino de Torá, que nos desarrolla conscientemente, sin sufrimiento ni coerción.
Y ya que en cada generación el mayor desarrollo corresponde definitivamente al individuo, resulta que cuando la gente común desea liberarse de su terrible agonía y asumir el desarrollo consciente, que es el Camino de la Torá, no tiene otra alternativa más que someterse a sí misma y a su libertad física, a la disciplina del individuo, y obedecer las órdenes y remedios que éste le ofrezca.
De este modo vemos que en asuntos espirituales no rige la autoridad de la colectividad, y en cambio se aplica la ley de «Seguir al Individuo (desarrollado)», pues es vemos claramente que los más desarrollados y educados en cada sociedad conforman siempre una pequeña minoría. Por lo tanto resulta que el éxito y el bienestar espiritual de la sociedad, quedan sellados y determinados por las manos de unos pocos.
Por lo tanto la colectividad está obligada a observar meticulosamente la opinión de la minoría para que ésta no desaparezca del mundo, pues debe tener bien claro, y absoluta certeza, que las opiniones más desarrolladas y más acertadas nunca están en manos de la autoridad colectiva, sino por el contrario están en manos de los más débiles, es decir, en manos de una minoría indistinguible. Porque toda sabiduría y todo aquello que es preciado, llega al mundo en pequeñas cantidades. Por eso se nos advierte de preservar las opiniones de cada individuo, debido a la incapacidad de la colectividad para determinar el bien y el mal en cada uno.
La crítica conduce al éxito. La falta de ella conduce a la degeneración
Debemos agregar, que la realidad nos ofrece una visión extremadamente contradictoria en los asuntos físicos, en cuanto a los conceptos e ideas planteados en el tema anterior. Esto se debe a que el asunto de la unidad social, que puede ser una fuente de toda alegría y todo éxito, se practica únicamente entre cuerpos y cuestiones corporales en las personas; y la separación entre ellos es el origen de toda calamidad y desgracia.
Pero en cuanto a los conceptos e ideas sucede completamente lo opuesto. Es decir, porque la unidad y la falta de crítica son consideradas la fuente de todo el fracaso, y el mayor obstáculo a todo progreso y a la fertilización didáctica. Pues llegar a la conclusión correcta depende principalmente de la multiplicidad de desacuerdos y de la separación entre opiniones. Cuantas más contradicciones haya entre las opiniones, y cuanta más crítica haya, más aumentarán el conocimiento y la sabiduría; y los asuntos se tornarán más aptos para el examen crítico.
La degeneración y el fracaso de la inteligencia derivan sólo de la falta de crítica y de desacuerdo. Vemos claramente que la base para el éxito físico es la medida de la unidad de la sociedad, y la base para el éxito de la inteligencia y del conocimiento es la separación y el desacuerdo entre las personas.
Por lo tanto resulta, que cuando la humanidad triunfe en lo referente al éxito de los cuerpos, o sea llevándolos al grado del amor absoluto hacia el prójimo, todos los cuerpos del mundo se unirán en un solo cuerpo y un solo corazón. Y sólo entonces será revelada, en toda su gloria, toda la felicidad que desde el principio estaba destinada para la humanidad. Pero debemos cuidar de no juntar demasiado las opiniones de gente, ya que esto podría terminar con el desacuerdo y la crítica entre los sabios; pues el amor del cuerpo trae consigo el amor de la mente. Y si desapareciesen del mundo la crítica y el desacuerdo, todo el progreso en conceptos y en ideas desaparecerían también; y la fuente del conocimiento en el mundo se secaría.
Ésta es la prueba de la obligación velar por la libertad del individuo en cuanto a conceptos e ideas, pues todo el desarrollo de la sabiduría está basado en esta misma libertad del individuo. Por eso se nos advierte de preservarla con mucho cuidado. En cierto modo, todas y cada una de las formas dentro de nosotros, a las que llamamos “el individuo», conforman nuestra fuerza particular, generalmente llamada “el deseo de recibir».
La herencia ancestral
Todos los detalles que incluye este deseo de recibir, al que hemos definido como la «base» o Primer Factor, que comprende todas las tendencias y costumbres heredadas de sus antepasados y que nos representamos como una larga cadena que consiste de miles de personas que alguna vez estuvieron con vida, uno tras otro, cada uno de ellos constituye una gota esencial de sus antepasados. Y esa gota que cada uno de nosotros recibe, trae consigo las posesiones espirituales de sus antepasados, ahora ubicadas en su «medulla oblongata» (el cerebro alargado), también llamada subconsciente. Así el individuo adopta, en su subconsciente, todas las miles de herencias espirituales de todos aquellos individuos representados en esa cadena, que son sus antepasados.
Así, del mismo modo que difieren entre sí los rostros de las personas, también difieren sus opiniones. No existen dos personas sobre la tierra cuyas opiniones sean idénticas, porque cada persona nace con una posesión grande y sublime, que ha heredado de sus antepasados, y respecto de la cual los demás no poseen el más mínimo fragmento.
Por lo tanto, todas aquellas posesiones mencionadas son consideradas la característica del individuo. Y la sociedad es advertida acerca de la preservación de su sabor y espíritu, y de impedir que el ambiente la enturbie, así como de preservar la integridad de la herencia de cada individuo. Así, la contradicción y la diferencia entre ellos permanecerán por siempre para asegurar el sentido crítico y el progreso de la sabiduría para toda la eternidad, para el bien de la humanidad y de sus verdaderos y eternos deseos.
Y luego de alcanzada una cierta cantidad de reconocimiento del ego del hombre, al que hemos determinado como una fuerza y un «deseo de recibir», y siendo éste el punto esencial del ser mismo, también hemos aclarado, marcando todos sus límites, la medida de la posesión original de cada cuerpo que ya hemos definido como la «herencia ancestral». Esto implica todo el poder de las tendencias y los atributos que han entrado en su «base» a modo de herencia, y consiste en la primera sustancia de cada hombre, del mismo modo que una gota preliminar de semen de sus antepasados. Ahora clarificaremos los dos aspectos del deseo de recibir.
Dos aspectos: A) La fuerza potencial; B) La fuerza real
Para empezar, debemos entender que este “Yo” que hemos definido como el «deseo de recibir», aunque representa la esencia misma del hombre, no puede existir en la realidad ni por un solo segundo.
Pues eso es lo que llamamos una Fuerza Potencial. Es decir que, antes de haberse realizado sólo existe en nuestro pensamiento, y sólo el pensamiento puede definirla.
Pero de hecho no puede existir ninguna fuerza real en el mundo que esté latente e inactiva. La fuerza sólo existe en el mundo cuando se manifiesta en acción. Del mismo modo, no se puede decir acerca de un niño que éste posee una gran fuerza, cuando ni siquiera puede levantar el peso más ligero. En cambio se puede decir que se ve, en aquel niño, que cuando crezca poseerá una gran fuerza.
Sin embargo, definitivamente decimos que la fuerza que encontremos en el hombre cuando éste ya es adulto, se encontraba presente en sus órganos y en su cuerpo incluso cuando era apenas un niño; pero que esta fuerza estaba oculta y no era evidente.
Es cierto que en nuestra mente lo podríamos determinar así (la fuerza futura), porque la mente así lo afirma. Sin embargo, en el cuerpo real del niño ciertamente no existe fuerza alguna, pues ésta aún no se ha revelado en sus acciones.
Y así es con el apetito. Éste no surgirá en la realidad del cuerpo de un hombre cuando los órganos no puedan comer; es decir, cuando éste esté saciado. Pero, incluso cuando uno está satisfecho, existe la fuerza del apetito aunque ésta esté oculta dentro su cuerpo. Después de algún tiempo, cuando el alimento haya sido digerido, reaparecerá y pasará de su estado potencial a un estado real.
Sin embargo, tal sentencia de determinar una fuerza potencial que aún no ha sido revelada, pertenece al proceso del pensamiento instruido. Pero en realidad ésta no existe, porque cuando estamos satisfechos, tenemos la certeza de que la fuerza del apetito ha desaparecido. Y si se insiste en buscarla, no se la encontrará en ninguna parte.
Resulta que no podemos presentar una fuerza potencial como un sujeto que existe por sí mismo, sino sólo como mero predicado. Es decir, cuando se ejecuta una acción en la realidad, en ese momento la fuerza es revelada dentro de la misma acción.
Y por la vía de la deducción encontramos aquí un sujeto y un predicado, que corresponden a una fuerza real y una fuerza potencial respectivamente. De este modo, el apetito corresponde al sujeto, y la imagen del plato corresponde al predicado y la acción. Sin embargo, en realidad ambos aparecen juntos. Nunca puede suceder que una persona sienta hambre sin representarse el plato que desea comer. Así, éstos representan dos caras de la misma moneda. La fuerza del apetito debe vestirse de aquella imagen. Por ende, vemos que el sujeto y el predicado surgen conjuntamente, y luego desaparecen también conjuntamente.
Ahora vemos que el deseo de recibir, que habíamos presentado como egoísmo, no implica que exista en una persona, como si se tratase de una fuerza de anhelo que desea recibir todo bajo la forma de un predicado pasivo. En cambio, esto pertenece al sujeto, el cual se viste en la imagen del objeto a comer, cuya operación aparece bajo la forma de la cosa que es comida y dentro de la cual se viste. A esta acción la llamamos “deseo”. O sea, a la fuerza del apetito revelada en la acción de la imaginación.
Y así ocurre con nuestro tema, el deseo general de recibir, que es la verdadera esencia del hombre. Se revela y existe sólo a través del revestimiento dentro de las formas de los objetos que serán recibidos, pues entonces existe como el sujeto, y no de un modo distinto. A esta acción la llamamos “Vida”; es decir, el Sustento del Hombre, lo cual significa que la fuerza del Deseo de Recibir se viste y actúa dentro de los objetos deseados. Y esa medida de revelación es la medida de su propia vida, como ya lo hemos explicado respecto del acto que llamamos “el Deseo”.
Dos creaciones: A) El hombre; B) Un alma viviente
De lo anterior podemos entender claramente el verso: «Y el Señor Dios formó al hombre a partir del polvo de la tierra, e insufló dentro de las narinas el aliento de vida; y el hombre llegó a ser un alma (Nefesh) viviente (Jayah)» (Génesis 2, 7). Aquí encontramos dos creaciones:
- A) El Hombre en sí mismo,
- B) El alma viviente en sí misma.
Y el verso habla respecto del momento en que el primer hombre fue creado, como el polvo de la tierra que consiste de un conjunto de partículas en el cual reside la esencia de hombre. Es decir, su «deseo de recibir». Aquel deseo de recibir está presente, como ya lo hemos clarificado, en cada partícula de la realidad de la que emanaron los cuatro tipos: inanimado, vegetativo, animado y hablante. En ese aspecto el hombre no posee ventaja alguna sobre ninguna otra parte de la creación, como lo dice el verso: «polvo de la tierra».
- Pero hemos visto que esta fuerza, llamada el Deseo de Recibir, no puede existir sin vestirse dentro de un objeto deseado, y actuar sobre él. A este conjunto de acciones lo llamamos “Vida”. Y según esto, vemos que antes de que el hombre haya alcanzado las formas humanas de la recepción de placer, que se diferencian de aquéllas otras de los animales, se considera una persona sin vida, una persona muerta. Y esto se debe a que su deseo de recibir no tiene ningún lugar dentro del cual vestirse y exponer sus acciones, que son las manifestaciones de la vida.
Y dice: «e insufló dentro de las narinas el aliento de vida», que es la forma general de recepción conveniente para el hombre. Las palabras «aliento de» en hebreo adquieren el significado de «valor»; y el origen de la palabra «aliento» se comprende a partir del verso: «El espíritu de Dios me ha hecho, y el aliento del Todopoderoso me ha dado la vida» (Job 33, 4). La palabra “alma” (Neshama) tiene la misma estructura sintáctica que las palabras «perdido» (Nifkad), «acusado» (Ne’esham), etc.
Y las palabras – «e insufló dentro de las narinas» significan que insertó en él un alma (Neshamá) y una apreciación de la vida, que es la suma total de las formas que son aptas para la recepción en su Deseo de Recibir. Entonces, esa fuerza, el deseo de recibir que había sido envuelto en sus partículas, ha encontrado un lugar dentro del cual vestirse, en una forma y en un acto. O sea, en aquellas formas de recepción que adquirió del Señor; y esa acción se llama “Vida”, como ya lo hemos dicho.
Y el verso termina así: «y el hombre llegó a ser un alma viviente». Es decir, que desde el momento en que el deseo de recibir comenzó a actuar de acuerdo a la medida de esas formas de recepción, la vida fue revelada instantáneamente y «llegó a ser un alma viviente». Sin embargo, previo al logro de esas formas de recepción, aunque la fuerza del Deseo de Recibir haya sido impresa en él, sigue siendo considerado un cuerpo sin vida, porque no hay lugar para que la acción llegue a ser.
Y como ya hemos visto, aunque la esencia del hombre es sólo el Deseo de Recibir, todavía es tomada como la mitad de un todo. Esto es porque debe estar revestida en una realidad que aún viene en camino. Por tal motivo, el deseo de recibir y la imagen de su posesión son en realidad uno y lo mismo, pues de lo contrario no tendría el derecho de existir ni siquiera por un instante.
Por lo tanto, cuando la máquina del cuerpo alcanza su cenit, que es al llegar a su edad madura, su «ego» se manifiesta en toda su extensión, que había sido impresa en él al momento de su nacimiento. Por eso siente una gran cantidad de ese deseo de recibir, pues quiere adquirir riqueza y honor, y todo aquello que se cruce en su camino. Esto es debido a que la perfección del «ego» del hombre atrae las formas de varias estructuras y conceptos dentro de los cuales se viste, y a través de los cuales se mantiene.
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